El mundo se ha vuelto un lugar peligroso

Golden

Debían ser las seis de la mañana cuando nos detuvimos en frente de un café de carretera situado en las afueras de la ciudad. La luz de la luna era tenue aquella noche –era comprensible, la luna nueva andaba próxima– y no había ninguna luz artificial cerca más allá de las que proyectaban nuestras bicis –que sólo se activaba en movimiento–, por lo que las luces del café despedían un intenso aura que recordaba a un ángel salvador. Podría haber sido un mensajero celestial que venía a decirnos que toda la guerra había sido un mal sueño, una broma de mal gusto que ya había durado demasiado, pero no; tan sólo era un servicio de hostelería, tan mundano y atrapado en la miseria como nosotras mismas.

Por lo menos, cuando miraba al cielo, la luz de la luna seguía siendo real. Su brillo y su sonrisa quizá no hubieran sido tangibles, pero eso no la hacía una compañera de viaje menos digna en ningún grado. Mientras miraba al cielo, no podía dejar de preguntarme si Red estaría mirando al cielo en este momento. Era muy pronto, ella dormía hasta las diez o las once de un tirón –renacuaja, cómo te envidio–, pero me gustaba pensar que al menos estaba acostada de cara a la ventana y que podríamos haber visto juntas la luna sonriente de haberse despertado.

La guerra nos había traído dolor, desolación y confusión, pero no había podido separarnos; era en estos momentos de crudeza cuando la tan llamada naturaleza humana afloraba para recordarnos una vez más que no somos de piedra, y que dos personas pueden seguir juntas sin importar dónde se encuentren. Si esto hubiera pasado antes de la guerra, habría dado por sentado que volvería a ver a Red nada más entrar por la puerta grande de casa y colarme en su habitación. Podría ver su edredón rojo de lana tejido por la abuela, cubriéndola de los pies a la cabeza, haciendo juego con su pelo… sólo de pensarlo me parece estar viéndola aún después de tantos años. Pero estos tiempos en los que vivimos me han enseñado a no dar tantas cosas por sentado, a replantearme lo que significa una decisión y a sopesar de nuevo cuánto vale una sonrisa.

Por eso llevo plastificada una foto de las dos en el bolsillo de la americana, de forma que lo último que vea antes de morir sea su sonrisa angelical.

Purple

Le dije a Golden que esperase fuera mientras entraba a echar un vistazo, solo para asegurarme de que no era un lugar peligroso. Nada más entrar, pude sentir la presencia de un sinnúmero de espíritus protectores velando por la seguridad de la dueña del lugar y de todos los clientes presentes, que tampoco eran muchos. No había un solo rincón sin proteger ni una sola taza de café sin bendecir; era, en definitiva, un lugar en el que Golden necesitaba estar.

Estaba claro quiénes eran, aún sin utilizar mis útiles de zahorí: eran todos los viajeros que habían tenido que parar por ese café en algún momento de su viaje, asegurándose con una silenciosa sonrisa de que todo el mundo recibiese una buena comida y una velada tranquila. Nunca he creído en las llamadas señales gitanas, pero podría decirse que los espíritus veladores que custodian un lugar son la señal de los clarividentes como yo.

¿Alguna vez has sentido un escalofrío o una sensación de incomodidad al entrar en un sitio nuevo? Podría ser una advertencia, un lugar peligroso en el que no conviene permanecer mucho tiempo. Pero este no era un lugar peligroso en absoluto; más bien, era un lugar que te protegía de los males del mundo exterior.

Quizá si Golden permanecía allí el tiempo suficiente, las almas veladoras serían capaces de devolverle la tranquilidad ya perdida de su alma. Quizá, si permanecía el tiempo suficiente, incluso volvería a sonreír de forma sincera. Quizá esto le hiciera más bien que las escapadas, los paisajes y la luz del sol, ahora que la industria médica se ha vuelto inaccesible para todo el mundo y no podemos llevarla ante las manos de un profesional.

– No puedes confiar ni en los bares de carretera a día de hoy –le dije mientras entrábamos–, ¡pero este lugar es muy diferente! Las grandes compañías pecan de falta de alma, suenan a hueco y te dejan con mal cuerpo cuando sales, pero este lugar, tan pequeño y modesto, te va a proteger. Estoy segura de ello.

Golden trató de sonreír. Ella nunca creyó en estas cosas; a pesar de que intentaba interesarse por mis aficiones, siempre supe que no era un interés real. Me hacía muchas, muchas preguntas sobre ello, pero ninguna de ellas era una pregunta interesante ni quería profundizar en nada. Nunca se lo dije a la cara, ya que ella ya tiene bastantes problemas con los que lidiar, pero me dolía que no le interesaran de verdad estas cosas.

A veces sentía que estábamos destinadas a encontrarnos, pero siempre parecíamos chicas de mundos diferentes. Al final del día, nunca sabía qué pensar.

Golden

Lo primero que me pedí fue un caffé doppio; no es que estuviera cansada ni me gustara especialmente el café, pero habían pasado seis horas desde el último que me tomé y no me apetecía sentirme peor. El café se ha convertido en una de las cosas que más bebo –junto con agua para poder quitarme ese mal sabor de boca, pero al menos el día sólo tiene 24 horas y me paso 10 de ellas durmiendo, así que no me va a dar una sobredosis a corto plazo.

Purple por su parte era un espécimen especial, capaz de tomarse una cerveza en cualquier momento y lugar. A veces me preguntaba si no sería como una planta que sustituye la luz del sol por el alcohol, haciendo la etanosíntesis en lugar de la fotosíntesis convencional. Estuve a punto de decírselo, pero me pareció un chiste tan malo que me dio vergüenza –y eso ya es decir mucho.

Nos fuimos a una mesa que estaba junto a una ventana. No había nada que ver, era todo noche y polvo, con acentos de luz; sin embargo, teníamos que vigilar que no les pasara nada a nuestras bicicletas, porque se había convertido en el único medio de transporte que quedaba desde que estalló la guerra. Ya no había autobuses, ya no había trenes, y todo el petróleo que se podía extraer era destinado a alimentar las máquinas, por lo que era crucial encontrar un medio de transporte autopropulsado. Si alguna vez vuelve todo a la normalidad, el mundo que nos quedará será decididamente distinto al que hemos conocido, aunque no sé si quiero llegar a ver lo que será de todos nosotros.

Había retazos de conversación flotando por todas partes. Si bien los únicos rostros que podía ver eran los de la dependienta y su hija, pude contar una docena de voces resonando a lo largo y ancho del edificio. En tiempos pasados, habría creído que había sucumbido a la locura. Ahora, ya nada me importaba. Sorbí el café y guardé silencio.

– Purple, ¿qué crees que habrá sido de nuestras hermanas? – ¿Por qué preguntas eso tan de repente? – ¿A qué te refieres, de repente? Llevo preguntando eso todo el viaje. Que me hayas ignorado no quiere decir que no te lo haya estado preguntando, y varias veces.

Purple miró hacia la mesa, hacia el resplandor dorado que rebotaba contra la caoba. Era difícil discernir si estaba cansada o melancólica.

– Procuro no pensar en ello cuando estoy despierta, la verdad –confesó–. Ya es lo bastante complicado mantenerse cuerda cuando las ves en sueños una y otra vez. Quiero acercarme, preguntarles qué ha sido de ellas, dónde están… -Tomó un trago– Por un lado sé que no son ellas de verdad, que las de verdad están ahí fuera, pero por otro lado me da miedo que esté viendo todo lo que queda de ellas.

«Todo lo que queda de ellas.»

Purple siempre había podido ver a las voces que yo sólo puedo escuchar, y me explicaba que eran las almas de las personas que alguna vez habían estado en este mundo. Ella me contaba las historias que había detrás de ellas, como si pudiera ver su pasado completo de un chasquido, por lo que yo le preguntaba si podía ver a Red y a Ginger. Pero siempre me decía lo mismo: «en sueños, siempre las veo; despierta, todavía no».

– Pero, si las ves en sueños, ¿quiere eso decir que nos están buscando?

Guardó silencio.